cuenta y razón del suelto que había hecho reir á toda la ciudad á su costa y á la de otros miembros de su familia. Supo que era yo y me mandó los padrinos, á pedirme una retractación en regla, ó una satisfacción por las armas.
Conflicto. Yo, jefe de policía, no debía batirme, porque el duelo estaba severamente prohibido en aquel centro católico, donde no era sólo una infracción á las leyes, sino también un abominable «pecado mortal». Pero si me negaba, mi actitud menoscabaría la reputación de valiente que tanto bien me había hecho hasta entonces, y á la que no quería renunciar por nada.
Encargué, pues, á mis padrinos, Pedro Vázquez y Ulises Cabral, ex redactor de Los Tiempos, que concertaran el encuentro fuera de la provincia—de retractación no quise ni oir hablar,—y me fuí á ver al Gobernador para exponerle el caso y tratar de conciliar todo lo que más me importaba: si no quería renunciar á mi fama de valiente, tampoco quería renunciar á mi puesto de jefe de policía.
—Yo creo que debe evitarse á todo trance ese duelo—me dijo Benavides:
—¡Imposible! He ido demasiado lejos, y para evitarlo tendría que hacer un papelón.
—Entonces, no veo otro camino que la renuncia.
—¡Gobernador!—exclamé;—usted me necesita, usted me necesita más que á nadie, dado su carácter bondadoso, porque no tiene otro hombre en quien confiar de veras, aunque tantos parezcan sus amigos. Yo deseo seguir sirviéndole como hasta ahora.
—Yo también lo deseo; pero no encuentro la manera.
Recapacité un momento, y luego dije:
—Hagamos una cosa, ¿quiere?... Yo le presento ahora mismo mi renuncia, y usted la hace