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publicar, sin resolver sobre ella, antes de que se realice el duelo... Después, si la opinión digna de tenerse en cuenta no se satisface con la simple noticia, y quiere que se acepte la renuncia, siempre hay tiempo de hacerla efectiva. Si el asunto no se toma demasiado á mal, vuelvo á mi puesto y se acabó. ¿No le parece? Hizo algunas objeciones, pero aceptó, por fin, el arreglo. No arriesgaba nada, y así quizá le fuera posible seguir utilizando mis servicios.

El duelo se realizó fuera del territorio de la provincia (aparentemente; en realidad, nos batimos en una chacra cercana), y sus resultados fueron lo más halagüeños que pudieran darse.

Contra lo que yo esperaba, y muy afortunadamente, resulté herido en una pierna.

Allí mismo me reconcilié caballerosamente con mi adversario, retirando cuanto hubiera podido lastimarlo en su persona, pero «en modo alguno mis convicciones de ciudadano».

Era yo, pues, un mártir de nuestro credo partidista, porque desde el primer momento habíamos cuidado de dar á la cuestión un alcance altamente político, y mi reconciliación lo demostraba, en realidad. Además, el pueblo, entusiasta, como todos los criollos, por los actos de valor, aumentó mi prestigio, y los mismos opositores me respetaron por el culto al coraje que existe en nuestra tierra. Sólo había, pues, que temer á los clericales, pero justamente en aquel tiempo estaban de capa caída, por las malas relaciones del país con el Vaticano, y, además, cuidé de llamar al padre Pedro Arosa, el franciscano amigo de los Zapata, para confesarme con él y reconciliarme con la iglesia.

—Aunque no estoy en peligro de muerte, lo he hecho venir, padrecito, porque he cometido un pecado muy grande.

Aquella confesión me valió elogios de la prensa