vestido muy liso, pálida bajo sus bandós castaño obscuro, hablando con voz lenta y suave y sonriendo casi dolorosamente, á fuerza de ternura. Mucho le costaron las primeras lecciones, como le costó hacerme ir á misa é inculcarme inciertas doctrinas de un vago catolicismo, algo supersticioso, por mi inquietud indómita; pero á poco cedí y me plegué, más que todo, interesado con los cuentos de las viejas sirvientas y los, aún más maravillosos, de una costurerita española, jorobada, que decía á cada paso «interín», que estaba siempre en los rincones obscuros, y en quien creía yo ver la encarnación de un diablillo entretenido y amistoso ó de una bruja momentáneamente inofensiva. «Interín» me contaban las unas las hazañas de Pedro Urdemalas (Rimales, decían ellas), y la otra los amores de Beldad y la Bestia, ó las terribles aventuras del Gato, el Ujier y el Esqueleto, leídas en un tomo trunco de Alejandro Dumas, mi naciente raciocinio me decía que mucho más interesante sería contarme aquello á mí mismo, todas las veces que quisiera y en cuanto se me antojara, ampliado y embellecido con los detalles en que sin duda abundaría la letra menudita y cabalística de los libros. Y aprendí á leer, rápidamente, en suma, buscando la emancipación, tratando de conquistar la independencia.
II
Acabé por acostumbrarme un tanto á la escuela. Iba á ella á divertirme, y mi diversión mayor consistía en hacer rabiar al pobre maestro, don Lucas Arba, un infeliz español, cojo y ridículo, que, gracias á mí, se sentó centenares de veces sobre una punta de pluma ó en