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Página:Divertidas aventuras del nieto de Juan Moreira (1911).djvu/214

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—Está muy esquiva conmigo, María. ¿He hecho algo que pueda enojarla?

—¿Á mí? No, que yo sepa. Pero, ¿á qué viene esa pregunta? ¿No somos tan amigos como siempre?

—Hay una diferencia... Una diferencia imperceptible para los demás, enorme para mí.

Las cosas que usted me dice suenan ¿cómo diré? desafinadas. Ya no tiene usted el adorable abandono de los primeros días, que me cautivó tanto...

—¡Vamos! Yo soy siempre la misma. Pienso lo mismo, digo lo mismo. Será usted el que ha cambiado.

Hablaba tranquilamente, con la voz sin inflexiones, algo más aguda que de costumbre y, por lo tanto, hiriente para mí.

Estuve por decirla:

—Pero, ¿cómo es eso? ¿No me ha elegido, no me ha atraído usted, como hacen las mujeres, únicas que tienen la elección? ¿No me ha dicho usted, sin decírmelo, que debía festejarla, porque usted me había designado para novio? ¿No la atraía esa misma aureola de calavera que quizá en este momento la hace alejarse de mí? No se lo dije. Sólo acerté á esto:

—Me trata de un modo que me da pena, María.

Como á un amigo, sí; pero no como á un amigo que puede aspirar á más, sino como á una simple «relación», como á un «conocido» que pasa y se olvida.

—¡No soy de amistad tan fácil!—replicó sonriendo, siempre fría.

—¡María! ¡Alguien le ha hablado mal de mí!—exclamé, pensando en Vázquez.

Me miró de hito en hito, seria, pero sin acritud.

—Todos—contestó.