—¿En estos días?—inquirí, casi colérico.
—No. Antes... mucho antes... Yo creía que no era verdad. Pero ahora veo que no se puede contar con usted. ¡Tonta de mí! Supuse por un momento, que, ocupándose de cosas más serias, más elevadas, se olvidaría de hacer locuras...
¡Locuras! ¡Si no fuera más que eso! No sé por qué me acordé de las escenas de la huerta de Rivas, en Los Sunchos, tan ingenuas, en las que no se trataba de imponerme nada, nada, ni aún de la manera más indirecta del mundo. Donde cabe el examen ¿cabe, al propio tiempo, el amor? Me parece que no, me pareció especialmente entonces que no, y me sentí desconcertado y molesto.
—No la entiendo, de veras—dije con displicencia.—Ya me ve usted, sujeto á todas sus voluntades, visitándola día á día, no pensando sino en usted.
—Sí, usted viene, me agasaja, me lisonjea; pero eso no tiene gran significación para una muchacha como yo, Mauricio, acostumbrada á pensar y á juzgar. Ninguno de esos actos le cuesta el menor esfuerzo, como le costaría, por ejemplo, abandonar el café, el club, las... las relaciones.
Esto era significativo. Se me imponía un sacrificio, sin ofrecerme nada en cambio, categóricamente por lo menos. Era el momento de hablar de un modo decisivo:
—¡Mire, María! Soy todavía muy joven y estoy lleno de defectos, es verdad. Pero no tengo nada grave que echarme en cara...
Esto lo dije, tanteando el terreno, por ver si estaba al corriente de lo ocurrido con Teresa.
No se inmutó, no replicó: no sabía, entonces...
—Pero ¿cómo quiere—agregué, más seguro de mí mismo,—que de la noche á la mañana