abigeato. Pero adopté siempre sistemas menos primitivos...
Entretanto, la actitud de Vázquez había producido una especie de rebote en mi espíritu.
En vano pensaba yo que aquellos dos espíritus, serios y ponderados, estaban probablemente hechos para unirse, y que una mujer como María, llena de principios y de escrúpulos, no era lo que me cuadraba. Había una circunstancia favorable, y mi amor propio de «gallo único»—recuerdo á Ibsen,—me obligaba á aprovecharla.
Así es que fingí desdén durante una, dos semanas, pero, esforzándome por fingirlo, me iba convenciendo cada vez más—por autosugestión,—de que era falso. Y un desdén fingido es, simplemente, un deseo verdadero. Me puse á desear ardientemente á María, y esto me obcecó hasta extremos incomprensibles, tratándose de un sentimiento que hoy juzgo artificial.
Como un chiquillo romántico, fuí á verla arrebatado, después de dos semanas de ausencia, y aprovechando la soledad en que nos encontramos, comencé á echarle violentamente en cara su frialdad, su inconsecuencia, todo cuanto se me vino á la boca.
Se puso muy colorada, tembló toda, dejando caer los brazos é inclinando la cabeza, bajo aquel alud de pasión superficial. Me dejó hablar, decir cuando quise, y un rato después de que callé, alzó los ojos, me miró tiernamente y me dijo:
—¿Está tan enojado... de veras? Creí ver un relámpago de duda en sus pupilas, y me tranquilicé de pronto.
—No estoy enojado—contesté con calma relativa.—Es mi modo de hablar.
—¡Ah! Se irguió, se puso pálida, y continuó, después de un momento: