me quisiera, pero diríase que en ella más podía la reflexión que el sentimiento. Había una lucha ardiente entre su corazón y su cabeza, y ésta era tan encarnizada que repercutía en su físico, adelgazándola, y en su moral, entristeciéndola.
Nunca, en mi vida, he hallado otra mujer como aquélla, ni en las que conocí íntimamente, ni en las que pude observar en sus relaciones con los demás. ¡Qué diferencia con Teresa, por ejemplo! Toda confianza, toda ingenuidad, algo tonta, muy ignorante, la otra se daba entera, sin reticencia, sin reflexión, sin condiciones, como un ser primitivo que se deja llevar por los sentimientos, por las circunstancias.
María, en cambio, pura y también candorosa á su modo, tenía, sin embargo, la intuición de no dejarse arrastrar por sus sensaciones é impresiones, estaba en guardia contra peligros desconocidos, quizá imaginarios, y me resultaba una criatura artificial, una especie de coqueta terrible, porque filosofaba y ponía en práctica su filosofía.
Sabia coquetería, en caso de serlo. Su actitud me ligaba cada vez más á ella, y mi voluntad iba violentamente á su conquista, por cualquier medio.
Esta situación se complicó, se hizo más vidriosa y desagradable, desde una visita de don Evaristo en mi despacho, análoga, pero, ¡qué diferente! á la del viejo Rivas.
—Mi querido Mauricio—díjome Blanco, afectuosamente,—debo hablarle de un asunto de importancia. Quizá le pueda molestar, pero le ruego que no tome á mal mis palabras, y que se ponga en mi lugar de padre, con imprescriptibles obligaciones.
—¡Hable usted con toda libertad, don Evaristo!—exclamé sin sospechar aún lo que me diría, aunque sabiendo de quién se trataba.