Página:Divertidas aventuras del nieto de Juan Moreira (1911).djvu/261

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La miré de hito en hito, sin conseguir que bajara los ojos.

—¿Para eso me ha llamado usted?—balbucí, ardiendo en ira.—¿Sólo para eso me ha llamado? ¿No podía ni siquiera esperar?... ¡Pues bien! yo también tengo algo que decirle: ¡Usted no me quiere, usted no me ha querido nunca, María! Inclinó la frente con vaga sonrisa dolorosa, y murmuró, arrugando el vestido entre sus dedos:

—Puede ser. Puede ser muy bien.

En su acento había, nuevamente, un poco de ternura y un poco de ironía. Para un frío espectador, hubiera sido evidente que en su alma luchaba la imagen que de mí se había forjado, con la realidad que iba presentándole yo poco á poco. Romanticismo, en fin. Cuando alzó de nuevo los ojos, su mirada estaba completamente serena. No dijo una palabra. Y, durante un tiempo incalculable, quizá treinta segundos, quizá media hora, callé y medité.

¿Qué iba á ser de mí, si llegaba á compañero de aquella Aspasia criolla, de aquella Lucrecia principista? Unirme á ella, sería condenarme á una vida de amargos sinsabores, á una tiranía perenne, á una censura continua é inflexible de todos mis actos. Tuve miedo. Tuve miedo y al propio tiempo indomable deseo de subyugarla, de dominarla, de someterla á una incondicional adoración de mi persona. Y obedeciendo á este impulso, traté de serenarme. Cambié de tono y le dije con mimo que cuanto hacía, bueno ó malo—sin saber que pudiera ser malo,—era por ella, por conquistarla, por prepararle también la más elevada de las posiciones, la riqueza, el poder, la felicidad, que ella merecía más que nadie. Yo no ambicionaba nada para mí; para ella nada me parecía suficiente.