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—Usted es una de las mujeres excepcionales que hacen á los grandes hombres. Con usted á mi lado estoy seguro de llegar á donde me proponga, y más lejos aún... Soy rico, seré muy rico. Tengo algún poder, lo tendré cada vez mayor.

En el país no habrá dentro de poco quien pueda competir conmigo...

—Sí, Mauricio.

—¿Quién?

—El que piense mejor.

La sombra de Vázquez se condensó ante mi vista. El rival derrotado recuperaba poco á poco sus antiguas posiciones. Y esta alucinación me desconcertó, porque no acertaba á explicarme la mudanza de María, pese á los síntomas anteriores. Traté, sin embargo, de ahondar más en el alma de la joven, y la pregunté:

—¿Sólo para eso me ha llamado?

—No. Quería, sobre todo, decirle una cosa...

No hay quien no critique su presencia al frente de la policía, mientras se prepara su propia elección. ¿Por qué no deja el puesto y satisface así á amigos y enemigos?

—¡Porque serían capaces de dejarme á pie!—exclamé, sonriendo.—Se necesita ser muy ingenua, María, para preguntarme ó para pedirme semejante cosa.

—Y, sin embargo, yo creía...—murmuró, casi con las lágrimas en los ojos, conmoviéndome á mí también con su tono de queja.

En esto, entró en la sala don Evaristo que, viendo nuestro enternecimiento, creyó dado el gran paso y zanjadas las últimas dificultades.

—¿Se adelanta algo, muchacho?—me preguntó, sonriendo alegremente, en la esperanza de una grata noticia.

—¡Ah, don Evaristo! Mucho me temo que la oposición se haga dueña del Poder—contesté.

Don Evaristo entendió la frase en su sentido