Página:Divertidas aventuras del nieto de Juan Moreira (1911).djvu/263

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más directo, y me sometió á todo un interrogatorio sobre la situación política de la provincia.

María escuchaba mis palabras, posiblemente sin oirlas, con los ojos muy abiertos, tan abiertos como cuando uno mira á su interior.

Días más tarde, volví. Dominábame el insensato deseo de reconquistarla, un arrebato sólo semejante á la sed de venganza de un ultraje terrible, todo el feroz impulso del amor propio desenfrenado. Ella mantenía á toda costa la conversación en el terreno de las generalidades, muy correcta, fría, apenas amable, de cuando en cuando. Yo me ponía alternativamente rojo y pálido. Á veces, sentía ganas de lanzarme sobre ella, de sacudirla, de dominarla por la fuerza bruta, pero la presencia de don Evaristo que nos acompañaba probablemente á indicación suya, impedía toda iniciativa, imposibilitaba toda nueva explicación.

Las elecciones iban á practicarse el domingo, tres días después. Blanco me habló de mi diputación, segura ya, de mi gran papel futuro en Buenos Aires. Yo le repliqué, con fingida modestia:

—Se puede ser el primero en Los Sunchos, uno de los primeros aquí, y el último ó poco menos en la gran capital. ¡Cuántos que brillaron en sus pueblos, naufragan y se pierden en Buenos Aires! Y puede que yo mismo no llegue á ser sino uno de tantos, perdido entre la multitud...

—Es posible—murmuró distraídamente María.

Una oleada de sangre me subió á la cabeza, y empecé:

—¡Y se imagina usted que yo!...

Pero me contuve, y salí, trémulo de rabia, casi sin despedirme.

Las elecciones me dieron el triunfo. Al día