noche, por ejemplo, extrañábamos la ausencia del secretario de policía, gran punto que nos tenía locos por su apasionada manera de jugar, cuando lo vimos entrar como una tromba y sentarse en su sitio acostumbrado, exclamando:
—¡Llego tarde, porque vengo de sorprender á unos jugadores!...
Ni faltaba su poco de psicología, más ó menos trasnochada. Uno de mis colegas de la Cámara, sin darse ó dándose cuenta de que escupía al cielo, me dijo cierta noche:
—Mire, Herrera. Uno se sienta caballero junto á un tapete verde; pero si permanece mucho tiempo aquí, seguro que se levanta siendo un pillo...
—Ó un sonso—completé.
Sin embargo, los «griegos» eran escasos en nuestras reuniones, en las que no se hacían «más trampas que las necesarias», como dicen los prestidigitadores espirituales según la receta.
Varios hubo... Pero esto es tan general en el mundo civilizado que no hay para qué entrar en detalles.
Algunas veces, al dejar la partida y salir á la calle, la hora del alba sumergía el empedrado, las aceras, las fachadas, en un baño de azul tan intenso, que yo me quedaba absorto ante aquella maravilla monocroma, mucho más sorprendente al dejar la iluminación anaranjada de los salones. Pero sólo un espectáculo excesivo como éste podía llamarme la atención en el enervamiento de la partida; las medias tintas, los matices me dejan indiferente.
Así también la vida de la ciudad, que sólo podía detenerme en sus grandes manifestaciones, y cuyos matices me escapaban, en la preocupación de la importante partida que estaba dispuesto á jugar, pero que no veía «armada»