en ninguna parte: la partida de mi porvenir.
La iniciación era muy dura. Muchas veces me eché á muerto, renunciando á abrirme camino de las últimas á las primeras filas. ¡Era tanta la competencia en todos los terrenos accesibles para mí! Aun en el del servilismo.
Recuerdo el caso de aquellos dos personajes, hombres de reconocido valer, que se precipitaron á abrir la portezuela del carruaje, para el Presidente que salía del Congreso. El que quedó atrás, dijo al otro, irritado:
—¡Adulón! Y su competidor triunfante, todavía doblado en una gran reverencia, replicó:
—¡Envidioso! Mi incipiente reputación oratoria no me bastaba, faltándome las ocasiones de hablar sin peligro y con brillo. Se debatían cuestiones demasiado complejas, demasiado técnicas para que pudieran lucir las lindas y sonoras frases huecas de mi repertorio, y no me encontraba con valor suficiente, por el momento, para emprender el estudio á fondo de un asunto determinado, tanto más cuanto que, desde nuestras filas, los argumentos debían ser muy especiosos y singularmente hábiles para que resultaran admisibles. Toda la elocuencia parecía haberse vuelto del lado de la oposición...
Debatíame, pues, en la obscuridad, y más que entonces, mucho más que entonces lo comprendo ahora cuando, como fondo á mi individualidad, trato de poner aquella decoración de ciudad-emporio, y aquella época de delirio de las grandezas. Desaparezco, no resulto yo, «pigmeizado», y lo peor es que tampoco acierto á dar la impresión de aquel pandemonium, de aquel desenfreno de ambiciones y lujurias, sólo regido por el egoísmo más feroz, y en el que