¿Me puse pálido? Creo que sí, aunque no puedo afirmarlo. Sé solamente que aquello, tan previsto, sin embargo, me produjo una honda sacudida, un profundo desgarramiento de mi amor propio. El plazo no había vencido, María no me había dicho nada, yo no había retirado mi palabra, antes bien insistía aparentemente en mi solicitud...
—¿Qué tienes?—me preguntó Pepe Serna, advirtiendo mi turbación.
—¡Nada! Me acabo de acordar de que esta misma noche debo ir á casa de Rozsahegy, y me fastidia pensar que he estado á punto de cometer una gran grosería. No puedo dejar de...
—¿De ver á Eulalita, no?
—¡Como lo dices! Precisamente, de ver á Eulalia.
Una vez más era juguete de las circunstancias que, en lugar de perjudicarme, han sido siempre mis abnegadas servidoras. Algunos, á quienes suelo estorbar todavía, dicen que soy un «oportunista». ¡Bah! Ése es un rótulo como cualquier otro. La verdad es que siempre he sabido amoldarme á la vida, aunque en mi interior ardan todas las pasiones, convencido de que la pasión sólo sirve para hacer disparates.
Y siempre he sido el hombre de las resoluciones rápidas.
—Pero algo te pasa—insistió Pepe.—El simple propósito de hacer una visita no puede turbarte así...
—Mañana... ó pasado, lo sabrás... Tengo un proyecto que ha de influir en todo el resto de mi vida...
—¿Ésas tenemos?—murmuró, adivinando.
—Sí.
Pagué la cuenta y salimos.
Eran las diez cuando entré en el palacio de Rozsahegy, la casa solariega de una vieja familia