Página:Divertidas aventuras del nieto de Juan Moreira (1911).djvu/330

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haciéndose cada vez más clara en mi cerebro.

Pensaba que había poco que esperar de aquel hombre que se empeñaba en una política por lo menos enojosa para todos, y que sus promesas eran demasiado brillantes, demasiado extemporáneas.

—Éste es—me decía—como el doctor Sangredo que, viendo al enfermo desfallecer á fuerza de sangrías y agua caliente, le recetaba más sangrías y más agua caliente, y cuando moría, declaraba que era porque no se le había sangrado lo bastante ni dado toda el agua caliente necesaria.

En fin, lo mejor era vivir de la política haciéndola lo menos posible, permanecer mudo como un sábalo, y divertirse en otras cosas.

Llegué á saber entonces, por intermedio de relaciones comunes, la vida de Teresa, desde que saliera de Los Sunchos. Habíase dedicado completamente á su hijo y á estudiar, con la buena fortuna de encontrar una institutriz alemana, mujer de alguna edad, que había pasado largos años en París. Esta buena señora que llegó en poco tiempo al rango de amiga, si no de madre, limitóse á enseñarla idiomas y música, y á aconsejarle lecturas, dejándole el espíritu libre. La disciplina germánica estaba atemperada en ella por su segunda educación latina, y como la discípula era ya una mujer hecha y derecha, no trató de torcer—por enderezar,—su carácter, sino de dar el mayor relieve posible á sus buenas cualidades. En música, le enseñó á leerla y entenderla, sin esforzarse por darle la brillante ejecución que ella tenía, y la felicitaba cuando Teresa interpretaba un trozo de Beethoven ó Bach, de una manera distinta á ella, porque «esto afirma su personalidad», le decía. Con insensible gradación, logró que Teresa pasara de las lecturas objetivas, las