decía, embriagado por el licor demencial de la muerte, del misterio... Casi un cuarto de siglo después, todavía no he realizado el proyecto...
Pero no podía yo pasar por mi aldea, ni aun en momentos de luto, sin tener que amoldarme á mi papel. Para distraerme, amigos y aduladores me mostraron el pueblo, que crecía á ojos vistas y al que hubiera llegado meses después el ferrocarril... El villorrio iba transformándose, materialmente, en pueblo con visos de ciudad, y Los Sunchos, teatro de mis primeras correrías y mis primeros triunfos, perdía su carácter con los pretenciosas imitaciones de la arquitectura de las capitales. Iba á poseer aguas corrientes, cloacas, luz eléctrica, tenía algunos empedrados, gas, teatro, y sus cabezas más fuertes pensaban en hacerla... capital de una nueva provincia, formada con parte pequeña de la nuestra y parte de un territorio nacional contiguo.
—¿Y para qué provincia?—pregunté.
—¡Para que Los Sunchos tenga toda la importancia que merece!—me contestaron.
No era una respuesta. Aquellos buenos burgueses querían ser gobernadores, diputados, senadores, etc.; fundar una pequeña aristocracia, en fin, y no ser el departamento más alejado pero más influyente, «el bourg pourri», sino una gran entidad. ¡Bah! ¡Si ellos supieran dónde van á parar las grandezas de Los Sunchos, y pudieran leer en mi alma cómo calculo yo mi posición en Buenos Aires!... Pero tienen razón. Yo en Los Sunchos, dominando patanes, era más feliz que en la capital tratando de contemporizar con todo el mundo, y sin más éxito que el obtenido con las mujeres, que no cuantifican el mérito y que magnifican sus caprichos hasta la sublimidad. Sí; lo diré aunque