mencé por donde primero se me ocurrió, es decir, por la más tonta de las trivialidades.
—¿Has visto—pregunté con acento indiferente,—la cantidad de macachines que hay en el campo?
Como si aquello la interesara de veras, sonrió, dió un paso hacia mí, é inquirió, clavándome los ojos, negros y francos:
—¿Hay muchoz?
—¡Muchísimos! ¿Querés que te traiga?
—¿Con ezte zolazo? ¡No, no! Te podría dar un ataque á la cabeza.
—¡Bah! El sol no me hace nada. Siempre ando al sol y nunca me hace nada.
—Ademáz, no me guztan.
Lo dijo con mucha coquetería, ruborizada, encantadora por el ceceo, la sonrisa tierna, el brillo feliz de los ojos. Yo busqué otro obsequio.
—¿Y los huevos de gallo?
—¡Oh! Ezo zí; pero no para comerloz: los pongo en los floreros, con los penachos de cortadera, y resultan máz bonitoz...
—¡Pues ya verás! ¡Ya verás el montón que te traigo!—exclamé con resolución, como si prometiera realizar una hazaña, tanto que, alarmada, tratando de detenerme dulcemente, porque yo salía ya á toda prisa:
—¡No vayas á hacer ningún dizparate, Mauricio!—suplicó.
—¡Dejá, dejá no más!
Y salí corriendo, sí. Por tres razones: porque la situación, mucho menos tirante que en un principio, no dejaba, todavía, de serme embarazosa; porque aquel pretexto, aunque traído de los cabellos, me servía á maravilla para retirarme con dignidad, dejando pendiente la escena, y porque acababa de ocurrírseme un acto romántico que, trasnochado y todo, era