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VI

Tal fué la primera parte de mis primeros amores serios, que no pasaron, naturalmente, inadvertidos para don Inginio, quien no les puso obstáculos, sin embargo, considerando que el hijo de Gómez Herrera y la hija de Rivas estaban destinados el uno á la otra, por la ley sociológica que rige á las grandes casas solariegas, en el sentir de los creyentes, todavía numerosos, en estas aristocracias de nuevo ó de viejo cuño. Aquel astuto político de aldea, calculaba, sin duda, que si bien mi padre no poseía una fortuna muy sólida, el porvenir que se me presentaba no dejaría de ser, gracias á mi nombre, fácil y brillante, sobre todo si tatita y él se empeñaban en crearme una posición. Ni al uno ni al otro le faltaban medios para ello, y los dos unidos podrían hacer cuanto quisieran.

Bajo y grueso, con la barba blanquecina y los bigotes amarillos por el abuso del tabaco negro, la melena entrecana, los ojos pequeños y renegridos, semiocultos por espesas cejas blancas é hirsutas, la tez tostada, entre aceitunada y rojiza, don Inginio parecía, físicamente, un viejo león manso; moralmente era bondadoso en todo cuanto no afectaba á su interés, servicial con sus amigos, cariñoso con su hija, libre de preocupaciones sociales y religiosas, de conciencia elástica en política y administración, como si el país, la provincia, la comarca, fueran abstracciones inventadas por los hábiles para servirse de los simples, socarrón y dicharachero en las conversaciones, á estilo de los antiguos gauchos frecuentadores de yerras y pulperías. Rara vez se quedaba entre Teresa y yo;