cuando me llegó la vez, á pesar de mi convicción de invulnerabilidad, tiritando me acerqué á la silla que, en medio de un espacio vacío y frente al tapete verde, me parecía el banquillo de un acusado si no de un reo de muerte...
¿Qué me preguntaron primero? ¿Qué contesté? ¡Imposible reconstituirlo! Sólo recuerdo que don Prilidiano se inclinó al oído de don Néstor, y murmuró, no tan bajo que yo no lo oyera, con los sentidos aguzados por el temor:
—¡Pero si no sabe una palabra!
—¡Bah! Para eso viene, para aprender. Es el hijo de Gómez Herrera— dijo don Néstor.
—¡Ah! entonces...
El doctor Orlandi cortó el aparte, preguntándome:
—¿Cuále é il gondinende más grande del mondo? Un relámpago de inspiración me iluminó haciéndome recordar lo que había oído de la grandeza de nuestro país, y contesté, resuelta, categóricamente:
—¡La República Argentina! Los tres se echaron á reir, Orlandi, alzando los bigotes de tinta, don Néstor, estirando de oreja á oreja la gruesa boca húmeda, don Prilidiano con un ¡je, je, je! seco y sonoro como el choque de dos tablas. Me desconcerté y una ola de sangre me subió á la cara. Don Néstor acudió en mi auxilio, diciendo entrecortadamente:
—No es del todo exacto... pero siempre es bueno ser patriota... ¿No aprenden geografía en la escuela de Los Sunchos?... ¡Está bueno!...
Hice ademán de levantarme, considerando terminado el martirio con la muerte moral; pero el latinista me detuvo, haciéndome esta pregunta fulminante: