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que cualquier observador superficial como misia Gertrudis y don Claudio, podía haber juzgado benéficos y duraderos, sin que fueran, en realidad, ni una ni otra cosa: del Mauricio arrebatado, alegre y franco de Los Sunchos, había hecho un muchachón disimulado, avieso y triste, una criatura aislada y arisca, como un perro perseguido. Ocultamente también escribí varias veces á mi madre, quejándome de la horrible sujeción y pidiendo que le pusiese remedio; me contestaba, afligida, diciendo que nada podía contra la voluntad de mi padre, que éste estaba resuelto á «hacerme hombre», y mandándome dulces, tabletas y un poco de dinero, muy poco, porque tatita se lo había prohibido por consejo y exigencia de los Zapata. De vez en cuando, agregaba noticias de Teresa Rivas, que siempre le preguntaba con mucho interés por mí... Estas cartas, lejos de consolarme un tanto, hacían mayor mi desaliento y mi depresión, privándome de mis últimas esperanzas.

Acababa de quitarme toda energía mi situación en el Colegio, donde los condiscípulos me demostraban la mayor antipatía, un poco por mi culpa, sea dicho de paso, y sin que la provocara el favoritismo de mi admisión, ni la estupenda ridiculez de mi examen, aunque á veces recordaran, burlándose, el famoso «Yo no la he visto nunca». Y es que, en un principio, falto de experiencia é iniciando una política inhábil y contraproducente, quise imponerles el mismo respeto y el mismo acatamiento de que gozaba en Los Sunchos, donde «era monitor».

Esta pretensión, mezclada quizás á un poco de envidia por mi buena figura, y de celos por cierta condescendencia de algunos profesores, desencadenó la enemistad de los muchachos, y el «monitor-pajuerano», como me decían, fué la víctima de sus camaradas, que no vislumbraban