calles como un bobo, cuando no á hacer visitas que me daban un tedio mortal y acababan con mi resto de energía. La vigilancia de misia Gertrudis no se adormecía un momento. Me había dado un cuarto contiguo al suyo, para tenerme siempre á la vista ó al alcance de la mano y de la voz; limitaba mis relaciones con las chinitas á lo más estrictamente necesario para mi servicio, sin dejarme charlar ni jugar con ellas; registraba todas las noches mi habitación y mis bolsillos para confiscarme los cigarros y cuanto libro de entretenimiento me procurara á hurtadillas; á media noche se levantaba para hacer una ronda por la casa, ver si las criadas dormían y si todo estaba en orden, celosa, hasta la manía, de una moral que, según las malas lenguas, no había sido su culto cuando moza, ni aun en los umbrales de la vejez. «Era de las que daban vuelta los santos cara á la pared—contábanme sus contemporáneos, años más tarde,—y don Néstor Orozco no fué ni el primero ni el último de sus amigo», y añadían nombres y detalles que no hacen al caso, riéndose unos de don Claudio, denigrándolo otros por su tolerancia según ellos interesada. En mi tiempo, misia Gertrudis trataba probablemente de redimir sus antiguos pecados con la monástica austeridad de los últimos años, ya fríos, sin sol ni flores. ¡Dios la haya perdonado en mérito de lo que hizo gozar y luego sufrir á los demás, si no en gracia de los interminables rosarios que nos hacía rezar todas las noches, de rodillas sobre el rudo enladrillado de la sala semi á obscuras! Con todo, mi ingenio me permitía burlar de cuando en cuando su espionaje, especialmente para fumar y leer novelas que encuadernaba con las tapas de los libros de texto. Pero aquel sistema depresivo daba aparentemente sus frutos
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Apariencia