Como, apenas me amodorraba, despertaba sobresaltado, soñando que me habían descubierto, resolví levantarme, de noche aún. Debí hacer ruido, porque misia Gertrudis gritó de pronto:
—¿Quién anda ahí? Volví á meterme en cama, medio vestido, y oí que la vieja se levantaba á su vez precipitadamente, encendía luz, se asomaba á mi cuarto y luego salía al patio á hacer una ronda extraordinaria.
—¡Esta es la mía!—me dije, sin reflexionar, inspirado por mi grande amiga, la oportunidad.
Y precipitándome al dormitorio de misia Gertrudis—don Claudio tenía cuarto aparte,—tomé de sobre la cómoda, donde las ponía siempre, sus magníficas trenzas castañas, que sólo se ataba á la cabeza una vez terminadas las faenas matinales. ¿Qué iba á hacer con ellas? No lo sabía ni me importaba por el momento.
Amaneció poco después, sin que misia Gertrudis volviera de su inspección, y yo salí, como de costumbre, con el libro en la mano. La vieja estaba haciendo fuego en la cocina. Corrí á la huerta, tiré en el lodo infecto del comedero de los cerdos las hermosas trenzas que los «cuchis» se encargarían de devorar ó destrozar, por lo menos, como un plato exquisito, saqué la maleta de su escondite, y, por las calles solitarias aún, envueltas en húmeda neblina, me fuí al boliche del Poste Blanco, á esperar la galera de Los Sunchos que ya estaría por llegar. En efecto, la aguardaba hacía dos minutos, cuando se detuvo en la puerta, con gran ruido de hierros y de maderas entrechocados. El mayoral, Isabel Contreras, y los postillones, entraron á tomar su segunda «mañanita», de caña pura, caña con limonada ó ginebra, sorbida