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ya la primera en la Bola de Oro, y á recoger encomiendas, correspondencia y pasajeros, si los había. Y había uno: yo.

Contreras, que como miembro conspicuo de la población flotante de Los Sunchos, me conocía como á sus manos, y respetaba á tatita, á quien, según ya dije, servía de correo especial y de informante celoso, me hizo la mejor acogida, no se metió en indiscretas averiguaciones á propósito de mi presencia allí, y me dispensó el señalado honor de invitarme á que lo acompañara en el pescante, mientras ponía él mismo mi valija en la imperial. Cuando hice mención de pagar el pasaje, rechazó el dinero.

—Ya me pagará don Fernando.

¡Si yo hubiese sabido! ¡Cuántas semanas antes hubiera desertado de la zapatil mazmorra! Charlando durante el viaje, y animado por alguna libación en las postas, con la falta de reserva que caracteriza á la petulancia infantil, y que no había corregido del todo, todavía, pese á la inquisitorial fiscalización de misia Gertrudis, conté por lo largo á Contreras mis padecimientos y mi escapatoria, cuando «ya no podía aguantar más». Sobresaltóse el buen paisano en un principio, pensando en sus responsabilidades, y ya iba á arrepentirme de mi desmedida confianza, cuando reaccionó, echóse á reir á carcajadas, y, haciendo restallar su largo látigo, exclamó:

—¡Hijo é tigre, overo has de ser! ¡Éste no desmiente la casta! Se rió mucho más de la jugarreta del pelo postizo, diciendo que bien se la merecía la «perra vieja» aquella, y después, como hombre ducho, me aconsejó que no me dejase ver por tatita antes de hablar con mi madre, porque las madres son siempre las «mejores tapaderas» para los hijos, y porque «hay que tener mucho