nunca por mis ausencias, antes bien parecía invitarme á continuar aquella nueva especie de «rabona». Después, comprendí el por qué de su conducta: no quería testigos molestos, y yo le estorbaba tanto que se había quejado amargamente á su hermano de mi nombramiento intempestivo.
Y es que cobraba de más á los ganaderos que enviaban animales, cueros ó lanas á otros departamentos, se robaba las estampillas que debían quedar obliteradas en el libro de guías, y hasta daba certificados falsos á los encubridores de los cuatreros, ganándose así buena parte de los abigeatos, moneda corriente entonces...
Es natural, era hermano del intendente, su otro socio era el tesorero, ni la comuna, ni la misma provincia, tenían fuerzas bastantes para reprimir el cuatrerismo, y es máxima de buen gobierno encauzar todo mal irremediable.
Cuando supe esto, más por indiscreciones malévolas de gente envidiosa que por observación personal, no dejé de utilizar el secreto, modestamente, para mis gastos menudos, sin intención de hacer fortuna, como los otros. Siempre he sido imprevisor, y no lo lamento.
En cuanto escapaba de la oficina, divertíame corriendo el pueblo y los alrededores, á pie unas veces, pero, generalmente, á caballo, con algunos camaradas mayores, pero tan zánganos como yo, y persiguiendo á las muchachas de los ranchos y las casuchas de las afueras, con una especie de odio, primera manifestación, todavía desviada, de mi futura inclinación irresistible al bello sexo.
Ya iniciado en las aventuras domésticas, era aún incapaz de cortejar en regla y con perseverancia, pero Marto Contreras, hijo de mi amigo el mayoral, paisanito de diez y siete á diez y ocho años, diablo y atrevido como él sólo,