con quien me había ligado estrechamente, me aleccionó, haciéndome adoptar para mis amores un término medio rústico y brutal, cuya fórmula es ésta: «Hay que pastoriarlas».
Estos amores eran, pues, simplistas, sin preparativo alguno, casi animales: un momento de vértigo, una violencia y se acabó. Á veces, continuaban algún tiempo, había hecho una conquista; pero, en la mayoría de los casos, se me huía después como á un enemigo. Teresa quedó relegada al fondo obscuro de la memoria, aunque la viese casi todos los días, al pasar.
Las otras ingenuas diversiones con los camaradas—excepción hecha de Marto,—comenzaron á parecerme, poco después, insulsas, parangonadas con la compañía de los empleados de la Municipalidad, mucho más entretenidos porque, siendo «más hombres», se pasaban el día en peso conversando de carreras, de riñas, de partidos de pelota, diciendo compadradas, contando duelos y otras atrocidades, chismorreando amoríos más ó menos escabrosos, después de lo cual, como intervalo, salían á tomar el vermouth (mermú) á horas de almuerzo, y como final, al caer la tarde, hablando entonces magistralmente de política, y combinando el programa nocturno. Comencé á frecuentarlos, más interesado cada día. Jugábamos al billar, hasta que entraba la noche; comíamos en casa ó en el restaurant, á la disparada, y después nos reuníamos, ora aquí, ora allí, en la «timba» del Manco, en el establecimiento de Ilka, la polaca, donde solía haber descomunales bochinches, y en el que nadie entraba sin que un agente de policía lo registrase para quitarle las armas, ó en algún otro sitio del mismo género.
Me sorprendió encontrar, alrededor de un tapete criollo ó bajo un emparrado polaco, no sólo á los camaradas, á los demás contemporáneos,