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Celebrábanse entonces, como ahora, en Los Sunchos, al mediar la primavera, fiestas populares introducidas por los vecinos españoles y adoptadas con entusiasmo por la población criolla:

las Romerías. En un gran terreno cercano al pueblo alzábanse tinglados, tiendas de lona, galpones de madera, enramadas, quioscos, improvisándose una aldea volante, una especie de paradero de indios, que se adornaba con banderas, follaje, gallardetes, guirnaldas de telas baratas y churriguerescas, y que habitaban algunos comerciantes establecidos en el pueblo, y muchos de ocasión, ofreciendo baratijas, géneros y ropas ya invendibles, y sobre todo, cosas de comer y de beber, buñuelos, cerveza, tortas fritas, vino carlón, chorizos asados...

En la gran «carpa» de la Sociedad Española se instalaba un bazar de caridad, atendido por las niñas más conocidas del pueblo, y en el que se vendían, se remataban ó se rifaban mil «clavos» generosamente regalados por los comerciantes fuertes. La gente menuda tenía, como diversión, palo-jabonado, rompecabezas, calesitas; el populacho, baile al aire libre, al son de gaitas y tamboriles, rara vez substituídos por la banda de música de Los Sunchos, que tocaba, sobre todo, en la «carpa» de la Sociedad, punto de reunión de la gente distinguida. Una atmósfera sensual, intensificada por todos los efluvios de la primavera, una loca necesidad de divertirse, de gritar, de moverse, de rozarse, reinaba en las romerías, y embriagaba á todos, comenzando por la masa popular, para invadir poco á poco las capas superiores. Más capitosas que el carnaval, porque reunían á todo el mundo en un solo sitio, el contagio sexual era en ellas más rápido y avasallador; pero en la ingenuidad de las costumbres, esto no lo advertían sino el cura, que predicaba contra los excesos