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no hubiese nacido todavía, ni el genial Poe y el monótono Gaboriau hubiesen llegado á Los Sunchos. Yo interrogaba al viejo paisano acerca de las maravillosas facultades investigadoras de los Rastreadores, y la admirable perspicacia de Facundo, que pinta Sarmiento.

—Todas esas son camamas—contestaba don Sandalio.—Nadie descubre á los criminales, cuando no se entregan ellos mismos, y yo, que te hablo, con todos mis años de policía, no he agarrado á ninguno, sino en fragante, por casualidad, ó porque, de sonso, se me entregó él mismo.

Me contaba sus recuerdos, casi todos político-electorales, y varias veces me invitó á acompañarle en sus pesquisas, en las que yo colaboraba con entusiasmo. Recuerdo, entre otras cosas, el asesinato de una mujer, cuyo autor busqué por el buen método, averiguando á quién podría aprovechar su muerte. Di con el marido, enamorado de otra, joven y bonita, y lo hice prender. Pero, pocas noches después, un borracho se jactó en una trastienda de ser el asesino, y de que nadie sospecharía de él. Detenido é interrogado, supimos que había asesinado á la mujer por «gusto», sin razón ni objeto, sólo porque se le ocurrió, estando muy ebrio, al verla asomada á la puerta de su casa... Este fracaso no me desalentó, y hasta me propuse perseguir y descubrir á los cuatreros que infestaban el departamento.

—¡Déjate de cuatreros!—exclamó don Sandalio, cuando le hablé de mi intención.—Si te metés en eso te va á salir la torta un pan! ¡El chasco que te darías si los descubrieses y supieses que eran don, y don, y otros que tampoco te quiero nombrar! Pero dejemos la policía para seguir el hilo de mi historia.