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contrariaba, como a él, la perspectiva de quedarse a solas con su marido. Su boca hacía una pequeña mueca de disgusto, y sus cejas arqueadas se aproximaban involuntariamente. Todo esto daba a su fisonomía una expresión tan agradable, que ni un marido podía ser a ella insensible. Sus ojos se encontraron en el espejo durante la operación de que acabo de hablar. Ambos se sintieron turbados. Para salir del apuro, Chaverny, besó sonriendo la mano de su mujer, al levantarla ella para arreglarse el chal.

—¡Cómo se quieren!—dijo por lo bajo la señora de Lussan, que no advirtió el frío desdén de la mujer, ni el aire despreocupado del marido.

Sentados ambos en el coche y tocándose casi, permanecieron primero algún tiempo sin hablar.

Chaverny sentía que era conveniente decir algo, pero nada se le ocurría. Julia, por su parte, guardaba un silencio desesperante. El, bostezó dos o tres veces, y sintiéndose avergonzado, se creyó, la última vez, en la obligación de pedir perdón a su mujer.

—La reunión ha sido larga—agregó para excusarse.

Julia no vió en esta frase, más que la intención de criticar las reuniones de su madre y de decirle alguna cosa desagradable. Desde hacía mucho tiempo había tomado la costumbre de evitar toda explicación con su marido; continuó, pues, guardando silencio.

Chaverny, que a su pesar se sentía esta noche