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casa de su suegra, se había visto obligado a pasar allí la velada, a pesar de sus ganas de ir a reunirse con sus amigos en el bulevar. Después de comer se había arrellenado en un cómodo sofá, y había pasado dos horas sin decir una palabra.

La razón era sencilla: dormía, con decoro desde luego, sentado, la cabeza inclinada a un lado como escuchando con interés la conversación, y hasta se despertaba de cuando en cuando y colocaba unas palabras.

Después fué preciso sentarse en una mesa de whist, juego que detestaba porque exigía cierto cuidado. Todo esto se había prolongado hasta hastante tarde. Acababan de dar las once y media. Chaverny no tenía ningún compromiso para la noche: no sabía qué hacer. Mientras se hallaba en esta perplejidad, anunciaron su coche. Si volvía a su casa, tenía que llevar a su mujer. La perspectiva de encontrarse a solas con ella durarte veinte minutos, era cosa que le espantaba; pero no tenía cigarros en el bolsillo, y sentía apremiantes deseos de empezar una caja recibida del Havre en el momento mismo en que salía para comer. Se resignó.

Cuando envolvía a su mujer en el chal, no pudo menos de sonreir viéndose, en un espejo, cumplir así los deberes de un marido de ocho días.

Consideró también a su mujer, a la cual apenas había mirado. Esta noche le pareció más bonita que de costumbre, y por ello tardó algún tiempo en ajustar el chal sobre sus hombros. A Julia le