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verse en una nube de humo, mientras que, con los ojos cerrados, parecía meditar profundamente lo que tenía que decir. Su rostro estaba radiante de alegría, y parecía guardar con trabajo en su pecho, el secreto de una dicha que ardía en deseos de dejar traslucir. El comandante Perrin, después de colocar una silla frente al sofá, fumó algún tiempo sin decir nada; después, viendo que Châteaufort no se apresuraba a hablar, le dijo:

—¿Cómo sigue Urika?

Se trataba de una yegua negra que Châteaufort había fatigado con exceso y que estaba amenazada de asma.

—Muy bien, dijo Châteaufort, que no había escuchado la pregunta. ¡Perrin!—exclamó, extendiendo hacia él la pierna que descansaba sobre el respaldo del sofá—, ¿sabe que es para usted una fortuna tenerme por amigo?

El viejo comandante, buscaba en sí mismo qué ventajas le había procurado la amistad de Châteaufort, y no encontraba otra cosa que el regalo de algunas libras de Kanaster, y algunos días de arresto sufrido por mezclarse en un duelo en que Châteaufort representó un papel principal. Su amigo le daba ciertamente numerosas señales de confianza. A él se dirigía siempre Châteaufort, para que le substituyese cuando estaba de servicio cuando le era preciso un auxiliar.

Châteaufort, no le mantuvo mucho tiempo en su perplejidad y le tendió una cartita escrita en papel inglés satinado, con una linda escritura en