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mando su pipa de espuma de mar, y estas dos ocupaciones cautivaban de tal manera toda su atención, que no advirtió la entrada en su cuarto del comandante Châteaufort. Era un joven oficial de su regimiento, de simpática figura, muy amable, algo fatuo, muy protegido por el ministro de la Guerra; en una palabra, la antítesis del comandante Perrin. Con todo, eran amigos, no sé por qué, y se veían todos los días.

Châteaufort dió un golpe sobre el hombro al comandante Perrin. Este volvió la cabeza sin abandonar su pipa. Su primera expresión fué de contento al ver a su amigo; la segunda de disgusto, ¡hombre admirable!, porque iba a interrumpir su lectura; la tercera indicaba que se sometía a las circunstancias y que iba a hacer lo mejor posible los honores de su habitación. Registraba su bolsillo buscando una llave que abría un armario donde guardaba una preciosa caja de cigarros, que el comandante no fumaba y que iba dando uno a uno a sus amigos; pero Châteaufort, que le había visto cien veces hacer el mismo ademán, exclamó:—¡No se moleste usted, papá Perrin, no saque usted sus cigarros: ya tengo! Y después, sacando de un elegante estuche de paja de Méjico un cigarro color de canela, bien afilado por sus dos extremos, lo encendió, se echó sobre un pequeño sofá que el comandante Perrin nunca utilizaba, y con la cabeza sobre una almohada y los pies sobre el respaldo opuesto. Châteaufort comenzó por envol-

Doble error.
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