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que varias mujeres dirigían sus gemelos hacia el palco; pero siempre ocurre lo mismo cuando aparece una figura nueva. Hablaban en secreto y sonrefan; pero ¿qué había en ello de particular? ¡La Opera es una aldea tan pequeña!

La dama desconocida se inclinó hacia el ramillete de Julia, y dijo con sonrisa encantadora:

—¡Tiene usted un magnífico ramillete, señora!

Me parece que ha debido costar mucho en esta estación: por lo menos, diez francos. Pero, ¿se lo han dado a usted, es un regalo, sin duda? Las damas no compran nunca sus ramilletes.

Julia abría los ojos, y no sabía qué especie de provinciana tenía delante.

—Duque—dijo la dama con aire lánguido—, usted no me ha dado un ramillete.

Chaverny se precipitó inmediatamente hacia la puerta. El duque quería detenerlo y la señora también. No tenía ya ganas de ramillete. Julia cambió una mirada con Châteaufort, como queriéndole decir:

—Le doy las gracias, pero es demasiado tarde.

No había, sin embargo, adivinado por completo.

Durante toda la representación, la dama de las plumas, tocaba con los dedos con medida falsa y hablaba de música a tontas y a locas. Interrogaba a Julia sobre el precio de su traje. de sus joyas, de sus caballos. Julia no había visto modales semejantes. Dedujo que la desconocida debía de ser una parienta del duque, recién llegada de la baja Bretaña. Cuando volvió Chaverny,