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había vuelto a ver. Sabía sólo que había viajado mucho y que había obtenido rápidos ascensos.

Tenía aún el periódico en la mano cuando entrô su marido. Parecía de muy buen humor. A su aparición, ella se levantó para salir; mas como hubiese sido preciso pasar muy cerca de él para entrar en su tocador, permaneció de pie en el mismo sitio, pero tan agitada, que su mano, apoyada en la mesa de te, hacía temblar distintamente el servicio de porcelana.

—Querida—dijo Chaverny—, vengo a despedirme por algunos días. Voy a cazar a las posesiones del duque de H***. Tengo que decirte que está encantado de tu amabilidad de ayer noche. Mi asunto marcha bien, y me ha prometido recomendarme al rey con el mayor interés.

Mientras le escuchaba, Julia palidecía y se ruborizaba alternativamente.

—El duque de H*** te debe eso... y mucho más —dijo con voz temblorosa—. No puede hacer menos por uno, que compromete a su mujer del modo más escandaloso con las queridas de su protector.

Después, haciendo un esfuerzo desesperado, atravesó la habitación con paso majestuoso y entró en su tocador, cuya puerta cerró con violencia.

Chaverny se quedó un momento con la cabeza baja y el aire confuso.

— De dónde diablo sabe ella esto?—pensó—.

¿Qué importa, después de todo? Lo hecho, hecho.

Y como no era costumbre suya detenerse mucho tiempo en una idea desagradable, hizo una pirue-