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agravios de su marido, venían a juntarse recuerdos dulces y melancólicos, por esa extraña facultad del pensamiento humano, que asocia a menudo una imagen sonriente a una sensación penosa.

El aire puro y vivo, el sol espléndido, los rostros tranquilos de los transeuntes, contribuían también a sacarle de sus reflexiones rencorosas.

Recordó las escenas de su infancia y los días en que iba a pasearse por el campo con amiguitas de su edad. Veía de nuevo a sus compañeras del convento; asistía a sus juegos, a sus comidas. Se explicaba las confidencias misteriosas que había sorprendido a las mayores, y no podía menos de sonreir, pensando en los cien pequeños detalles que revelan tan pronto el instinto de coquetería en las mujeres.

Después se representaba su entrada en sociedad. Bailaba de nuevo en los bailes más brillantes que había visto en el año que siguió a su salida del convento. Los otros bailes los había olvidado; pronto se siente hastío; pero estos bailes le trajeron a la memoria a su marido.

—Qué loca estaba!—se dijo—. ¿Cómo no me di cuenta, a primera vista, de que sería desdichada con él?

Todos los absurdos, todas las tonterías de novio que el pobre Chaverny le dirigía con tanto aplomo un mes antes de la boda, todo esto se hallaba anotado, registrado cuidadosamente en su memoria. Al mismo tiempo, no podía menos de pensar en los numerosos admiradores que su boda había