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teses, y enrojeció viendo a Darcy parado ante ella y mirándola fijamente.

Pronto recobró su aplomo, y le miró a su vez con esa mirada distraída y observadora a un tiempo que las gentes de mundo toman cuando quieren. Era un joven alto, pálido, cuyas facciones expresaban serenidad; pero una serenidad, que parecía provenir menos de un estado habitual del alma, que del imperio que ésta parecía haber llegado a adquirir sobre la expresión de la fisonomía. Arrugas ya marcadas surcaban su frente.

Sus ojos estaban hundidos, la comisura de los labios se marcaba hacia abajo, y las sienes comenzaban a despoblarse. No tenía, sin embargo, más de treinta años. Iba vestido con mucha sencillez; pero con esa elegancia que indica el hábito de la buena sociedad, y la indiferencia respecto a un asunto que absorbe las meditaciones de tantos jóvenes. Julia hizo todas estas observaciones con gusto. Notó, además, que tenía en la frente una cicatriz bastante larga, que ocultaba mal con un mechón de pelo y que parecía hecha de un sablazo.

Julia estaba sentada al lado de la señora Lambert. Entre ella y Châteaufort había una silla; pero apenas levantado Darcy, Châteaufort había puesto su mano en el respaldo de la silla, la había colocado sobre un solo pie y la tenía en equilibrio.

Era evidente que pretendía guardarla como el perro del hortelano. La señora Lambert se compadeció de Darcy, que continuaba en pie delante de