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según costumbre de las personas inquietas, no podía permanecer en un sitio, mirando a menudo las gruesas nubes negras que se formaban en el horizonte y anunciaban una tempestad, y con más frecuencia a su rival, que hablaba en voz baja con Julia. Tan pronto la veía sonreir, tan pronto se ponía seria o bajaba tímidamente la vista; en fin, veía que Darcy no podía decirle una palabra que no produjese un efecto marcado; y lo que más le fastidiaba es que las varias expresiones que las facciones de Julia tomaban, no parecían ser más que la imagen y como el reflejo de la móvil fisonomía de Darcy. No pudiendo al cabo resistir esta especie de suplicio, se acercó a ella, e inclinándose sobre el respaldo de su silla, mientras Darcy daba a alguien noticia sobre la barba del sultán Mahmud:

—Señora—le dijo con acento amargo—, el señor Darcy parece ser un hombre muy amable.

—¡Oh, sí!—respondió la señora de Chaverny con expresión entusiasta, que no pudo reprimir.

—Ya se ve—continuó Chateaufort—, pues le hace olvidar a sus artiguos amigos.

—¡Mis antiguos amigos!—dijo Julia con acento un poco severo. No sé lo que quiere usted decir.

Y le volvió la espalda. Después, tomando una punta del pañuelo que la señora Lambert tenía en la mano:

— De qué buen gusto es el bordado de este pañuelo!—dijo—. Es una labor maravillosa.

—¿Le gusta a usted, querida? Es un regalo de