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París. Pero una vez que no la tenía ya delante, sólo le quedaba el recuerdo de algunas horas pasadas alegremente, recuerdo cuya dulzura era, por otra parte, contrarrestada por la perspectiva de acostarse tarde y de recorrer cuatro leguas para hallar su lecho. Dejémosle abandonado a estas ideas prosaicas, envolverse cuidadosamente en su capa y acomodarse a gusto y de lado en su cupé de alquiler, errando en sus pensamientos del salón de la señora de Lambert a Constantinopla, de Constantinopla a Corfú y de Corfú a un sueño ligero.

Querido lector; seguiremos, si gustas, a la señora de Chaverny.

XI

Cuando Julia abandonó el castillo de la señora de Lambert, la noche era horriblemente obscura, la atmósfera pesada y asfixiante. De cuando en cuando, los relámpagos, iluminando el paisaje, dibujaban las siluetas negras de los árboles sobre un fondo anaranjado lívido. La obscuridad parecía redoblar después de cada relámpago, y el cochero no veía la cabeza de sus caballos. Pronto estalló una tempestad violenta. La lluvia que caía, primero en gotas gruesas y raras, se cambió pronto en un verdadero diluvio. Por todos lados el cielo se iluminaba, y la artillería celeste comenzaba a hacerse ensordecedora. Los caballos, asustados, resoplaban fuertemente y se encabritaban