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en lugar de avanzar; pero el cochero había comido muy bien; su grueso gabán, y sobre todo el vino que había bebido, le impedían tener el agua y los malos caminos. Sacudía enérgicamente su látigo sobre los pobres animales, no menos intrépido que César en la tempestad cuando decía a su piloto: "¡Llevas a César y a su fortuna!" La señora de Chaverny, como no sentía miedo del trueno, no se preocupaba de la tormenta. Se repetía todo lo que Darcy le había dicho, y lamentaba no haberle dicho cien cosas que hubiese podido decirle, cuando de repente fué interrumpida en sus meditaciones por un choque violento que recibió su coche; al mismo tiempo, los cristales saltaron en pedazos y se escuchó un crujido de mal augurio: la carretela se había precipitado en un foso. Julia no sufrió más percance que el miedo. Pero la lluvia no cesaba; una rueda se había roto; los faroles se habían apagado y no se veía por los alrededores una sola casa para guarecerse. El cochero juraba, el lacayo maldecía al cochero y decía pestes de su torpeza. Julia permanecía en el coche preguntando cómo se podría volver a P.... o lo que debía hacerse. Pero a cada una de sus preguntas, recibía esta respuesta desesperante.

—Es imposible!

En esto, oyóse de lejos el ruido sordo de un coche que se acercaba. Pronto el cochero de la señora de Chaverny reconoció, con gran satisfacción suya, uno de sus colegas, con el cual había