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nación, hubiera vuelto muy de prisa a los alrededores de la calle Bellechasse, después de haber satisfecho el pequeño impulso de curiosidad que deben excitar necesariamente las cosas extrañas de Oriente.

—Creo que muchos viajeros dirían lo mismo si fueran tan francos como usted... ¿Cómo se pasa el tiempo en Constantinopla y en las demás ciudades de Oriente?

. —Allí como en todas partes, hay varias maneras de matar el tiempo. Los ingleses, beben; los franceses, juegan; los alemanes, fuman, y algunos espíritus inquietos, para variar sus distracciones, corren el riesgo de recibir algún balazo, trepando sobre los tejados para atisbar a las mujeres del paísi —A esta última ocupación daría usted probablemente la preferencia.

—Nada de eso. Estudiaba el turco y el griego, cosa que me cubría de ridículo. Cuando había terminado los despachos de la embajada, dibujaba, iba a caballo a las Aguas Dulces, y paseaba por las orillas del mar a ver si venía alguna figura humana de Francia o de cualquier otra parte.

— Debía ser un gran placer para usted ver un francés a tan gran distancia de Francia?

—Sí; pero por un hombre inteligente, ¡cuántos mercaderes de quincalla y de cachemira no nos venían!; o, lo que es peor, jóvenes poetas, que, apenas divisaban de lejos a alguien de la embajada, le gritaban: "Lléveme usted a ver las ruinas,