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aquel gaucho, perfilado en negro sobre el horizonte.

—¿Lo conocés vos? — preguntó Don Pedro al tape Burgos, sin hacer caso de mi exclamación.

—De mentas, no más. No ha de ser tan fiero el diablo como lo pintan; ¿quiere darme otra caña?

—¡Hum! prosiguió Don Pedro, yo lo he visto más de una vez. Sabía venir por acá a hacer la tarde. No ha de ser de arriar con las riendas. El es de San Pedro. Dicen que tuvo en otros tiempos una mala partida con la policía.

Carnearía un ajeno.

—Sí, pero me parece que el ajeno era cristiano.

El tape Burgos quedó impávido mirando su copa. Un gesto de disgusto se arrugaba en su frente angosta de pampa, como si aquella reputación de hombre valiente menoscabara la suya de cuchillero.

Oímos un galope detenerse frente a la pulpería, luego el chistido persistente que usan los paisanos para calmar un caballo, y la silenciosa silueta de Don Segundo Sombra quedó enmarcada en la puerta.

—Güenas tardes — dijo la voz aguda, fácil de reconocer.