ventud salta por las redes que le tiende la prudencia, fatigosa anciana. Pero si discurro de esta manera, nunca llegaré á casarme. Ni podré elegir á quien me guste ni rechazar á quien me enoje: tanto me sujeta la voluntad de mi difunto padre.
Tu padre era un santo, y los santos suelen acertar, como inspirados, en sus postreras voluntades. Puedes creer que sólo quien merezca tu amor acertará ese juego de las tres cajas de oro, plata y plomo, que él imaginó, para que obtuviese tu mano el que diera con el secreto. Pero, dime, ¿no te empalagan todos esos príncipes que aspiran á tu mano?
Vete nombrándolos, yo los juzgaré. Por mi juicio podrás conocer el cariño que les tengo.
Primero, el príncipe napolitano.
No hace más que hablar de su caballo, y cifra todo su orgullo en saber herrarlo por su mano. ¿Quién sabe si su madre se encapricharia de algún herrador?
Luego viene el conde Palatino.
Que está siempre frunciendo el ceño, como quien dice: «Si no me quieres, busca otro mejor.» No hay chiste que baste á distraerle. Mucho me temo que quien tan femenilmente triste se muestra en su juventud, llegue á la vejez convertido en filósofo melancó-