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OTELO.
EMILIA.
¿Y todo por qué?
DESDÉMONA.
Lo ignoro. Pero yo no soy lo que él ha dicho.
YAGO.
Serenaos, por Dios. No lloreis. ¡Dia infeliz!
EMILIA.
¡Para eso ha dejado su patria y á su padre y á tantos ventajosos casamientos! ¡Para que la llamen «ramera»! Ira me da el pensarlo.
DESDÉMONA.
Esa es mi desdicha.
YAGO.
¡Ira de Dios caiga sobre él! ¿Quién le habrá infundido tan necios recelos?
DESDÉMONA.
Dios lo sabe, Yago.
EMILIA.
Maldita sea yo, si no es algun malsin calumniador, algun vil lisonjero quien ha tramado esta maraña, para conseguir de él algun empleo. Ahorcada me vea yo, si no acierto.
YAGO.
No hay hombre tan malvado. Dices un absurdo. Cállate.
DESDÉMONA.
Y si le hay, Dios le perdone.
EMILIA.
¡Perdónele la cuchilla del verdugo! ¡Roa Satanas