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COMO GUSTÉIS.

Adam.—¿Y es mi recompensa que me llaméis «perro viejo»? Mucha verdad es que he perdido los dientes en vuestro servicio. ¡Bendiga Dios á mi antiguo amo! ¡Jamás habría dicho él semejante palabra! (Salen Orlando y Adam.)

Oliverio.—¿Con que á esto hemos llegado? ¿Principiáis á imponerme? Yo os curaré de vuestra petulancia y no por eso daré tampoco las mil coronas. ¡Hola! Dionisio! (Entra Dionisio.)

Dionisio.—¿Llama vuesamerced?

Oliverio.—¿No había venido Carlos, el luchador del duque, á hablar conmigo?

Dionisio.—Si os place, está á la puerta y solicita llegar hasta vos.

Oliverio.—Hazle entrar. (Sale Dionisio.) Será buen medio y la lucha es mañana. (Entra Carlos.)

Carlos.—Buenos días á vuestra señoría.

Oliverio.—Mi buen monsieur Carlos, ¿qué noticias en la Corte?

Carlos.—No hay en la Corte, señor, mas noticias que las antiguas, esto es, que el antiguo duque está desterrado por su hermano menor el nuevo duque; y tres ó cuatro lores, por amor á él, se han impuesto un destierro voluntario para acompañarle; y como sus tierras y sus rentas enriquecen al nuevo duque, este les concede de buena gana permiso para que peregrinen.

Oliverio.—¿Podéis decir si Rosalinda, la hija del duque, es desterrada con su padre?

Carlos.—¡Oh, no! porque su prima, la hija del duque, que se ha criado junto con ella desde la cuna, la ama tanto, que la habría seguido al destierro ó habría muerto si hubiera quedado separada de ella. Está en la Corte tan amada del duque como su propia hija, y jamás dos señoras se amaron tanto.

Oliverio.—¿Dónde vivirá el antiguo duque?