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JULIO CÉSAR

César.—Calfurnia.

Calfurnia.—Heme aquí, mi señor.

César.—Cuando Antonio emprenda la carrera, te colocarás directamente en su camino. Antonio!

Antonio.—César, mi señor.

César.—No olvides, Antonio, en la rapidez de tu carrera, el tocar á Calfurnia; porque al decir de nuestros mayores, las estériles tocadas en esta santa carrera, se libertan de la maldición de su esterilidad.

Antonio.—Tengo de recordarlo. Cuando César dice Haz esto, se hace.

Adivino.—César.

César.—¡Ea! ¿Quién llama?

Casca.—¡Que cese todo ruido! otra vez, ¡silencio!

César.—¿Quién de entre la multitud me ha llamado? Oigo una voz más vibrante que toda la música, clamar César. Habla. César se detiene á oirte.

Adivino.—¡Cuidado con los idus de Marzo!

César.—¿Quién es este hombre?

Bruto.—Un agorero os previene que desconfiéis de los idus de Marzo.

César.—Traedle á mi presencia. Quiero ver su rostro.

Casio.—Mozo, sal de la turba y mira á César.

César.—¿Qué me dices ahora? Habla de nuevo.

Adivino.—Cuidado con los idus de Marzo.

César.—Es un soñador. Dejémoslo. Abrid paso.

(Salen todos, menos Bruto y Casio.)

Casio.—¿Iréis á ver el orden de las carreras?

Bruto.—¿Yo? No.

Casio.—Id. Os lo ruego.

Bruto.—No soy aficionado á juegos. Me falta algo de ese vivaz espíritu que hay en Antonio. Pero no sea yo estorbo á vuestros deseos: me alejaré.

Casio.—De poco tiempo acá pongo empeño en observaros, Bruto. No encuentro en vuestros ojos aque-