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LAS ALEGRES COMADRES

Es como una luz que no puedo mirar de frente porque me deslumbra. Ahora bien: si pudiera acercarme á ella con alguna prueba de su verdadera fragilidad en la mano, mis exigencias y pretensiones tendrían un fundamento para hacerse valer: ella quedaría desalojada entonces de ese atrincheramiento de su pureza, su reputación, su juramento de fidelidad al esposo, y de las otras mil defensas que ahora la hacen inexpugnable para mí. ¿Qué pensáis de este plan?

Falstaff.—Amigo Brook, principiaré por tratar sin ceremonia vuestro dinero; dadme vuestra mano en seguida; y, por último, tan cierto como que soy un caballero, podréis, si queréis, gozar de la esposa de Ford.

Ford.—¡Oh mi buen amigo!

Falstaff.—Señor Brook, os digo que será así.

Ford.—No os faltará dinero, no; lo tendréis de sobra.

Falstaff.—Ni vos necesitaréis una señora Ford, pues la tendréis. Yo estaré con ella (podéis estar seguro de lo que os digo), entre las diez y las once, por cita que ella misma me ha dado. Precisamente cuando llegabais, acababa de salir su asistente, emisaria ó corre-vé-y-dile. Digo que estaré con ella entre las diez y las once, pues á esa hora se hallará ausente el bellaco del marido. Venid por la noche y sabréis el progreso que habré alcanzado.

Ford.—Ah! vuestra amistad es una bendición para mí! ¿Conocéis, por ventura, á Ford?

Falstaff.—Que el diablo cargue con ese pobre bellaco cornudo! No le conozco pero le hago injusticia al llamarle pobre; pues dicen que ese celoso cornudo tiene montones de oro, y por esto mismo me parece su mujer muy apetecible. Me serviré de ella como de llave para abrir el cofre del cornudo bribón, y allí tendré mi cosecha.

Ford.—Me alegraría de que conociéseis á Ford á fin de que le evitéis si le encontráis.