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DE WINDSOR.

que nunca le he visto tan rudo en su celo, como ahora.

Sra. Page.—Voy á urdir una trama, para que tengamos algunas tretas más contra Falstaff. Su mal crónico de corrupción, difícilmente cederá á este medicamento.

Sra. Ford.—¿Os parece bien enviar á esa mala peste de la señora Aprisa, para ofrecerle excusas por haberle echado al agua, y darle una nueva esperanza que le haga caer en un nuevo castigo?

Sra. Page.—Sí; hagámoslo. Que venga mañana á las ocho para recibir satisfacciones. (Vuelven á entrar Ford, Page, Caius y sir Hugh Evans.)

Ford.—No he podido encontrarle. Quizás el bribón se jactaba de lo que no podía alcanzar.

Sra. Page.—¿Habéis oído eso?

Sra. Ford.—Sí, sí, basta. Me tratáis bien, señor Ford, ¿no os parece así?

Ford.—Sí, así lo hago.

Sra. Ford.—Que Dios os haga mejor que vuestros pensamientos.

Ford.—Amen.

Sra. Page.—Os causáis un gran mal vos mismo, señor Page.

Ford.—Sí, sí. Debo sobrellevar todo esto.

Evans.—Así Dios me perdone el día del juicio final, como es verdad que no hay nadie en los dormitorios, ni en los cofres, ni en los armarios.

Caius.—Por vida de..! yo digo lo mismo. No hay nadie, nadie.

Page.—¡Por Dios! ¿No os avergonzáis, señor Ford? ¿Qué espíritu, qué demonio os sugiere tal imaginación? No quisiera tener en estos asuntos vuestra vehemencia, ni por todas las riquezas de Windsor.

Ford.—Confieso que es culpa mía, señor Page, y sufro por ello.

Evans.—Sufrís por una mala conciencia. Vuestra