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DE WINDSOR.

del celoso, se aparece en el instante de más interés, cuando ya nos habíamos abrazado, besado y jurado, y hecho, en fin, el prólogo de nuestra comedia; y tras de él una caterva de sus compañeros, llamados y provocados por su mala índole, a fin de que registraran la casa en busca del amante de su esposa.

Ford.—¡Qué! ¿Mientras estábais allí?

Falstaff.—Mientras estaba allí.

Ford.—¿Y os buscó y no pudo encontraros?

Falstaff.—Vais á oirlo. Como si la buena suerte lo hubiera dispuesto, llega una señora Page: da aviso de la llegada de Ford; y gracias á su inventiva y á la desesperación de la señora Ford, me hicieron entrar en un canasto de ropa.

Ford.—¡En un canasto de ropa!

Falstaff.—Por Dios, en un canasto de ropa de lavado. Allí me sepultaron entre un montón de ropas sucias, camisas y enaguas, hediondas calcetas y medias, servilletas grasientas; de manera, señor Brook, que jamás nariz humana sintió semejante compuesto de pestilentes olores!

Ford.—¿Y cuánto tiempo permanecísteis allí?

Falstaff.—Vais á ver, señor Brook, cuánto he padecido por inducir á esta mujer al mal para bien vuestro. Así acondicionado en el canasto, la señora Ford llamó á un par de los bribones criados de su marido para hacerme llevar á los lavaderos de la Ciénaga de Datchet. Tomáronme en hombros, y al salir se dieron en la puerta con el celoso bribón de su amo, quien les preguntó una ó dos veces lo que llevaban en el cesto. Me tembló el cuerpo sólo de pensar que el bellaco lunático hubiese querido registrar; pero el destino, para que no pueda dejar de ser cornudo, le detuvo la mano. Bien: él se fué á registrar la casa, y yo me fuí en calidad de ropa sucia. Pero atended á lo que siguió, señor Brook. He sufrido las torturas de