Casio.—Perdona, César, perdona. Casio se pone á tus piés para implorar la libertad de Publio Cimber.
César.—Podría conmoverme si fuera yo como vosotros; y los ruegos me conmoverían si yo pudiera rogar para conmover.—Pero soy constante como la estrella del Norte, cuya fijeza é inmutable condición no tienen semejante en el firmamento. Esmaltado le véis con innumerables chispas, todas inflamadas y brillante cada una; pero entre todas una, sólo una mantiene su lugar. Y así sucede en el mundo: Está bien provisto de hombres; y los hombres, son de carne y sangre, y vacilantes. Sin embargo, entre todos conozco á uno, sólo uno que mantiene su rango incontrastable, superior á toda conmoción. Y que ese uno soy yo, lo mostraré un poco aun en esto: que he sido constante en que se desterrase á Cimber, y permanezco constante en mantenerlo así.
Cinna.—¡Oh César!
César.—¡Fuera de aquí! ¿Quieres levantar el Olimpo?
Decio.—¡Gran César!
César.—¿No está Bruto inútilmente de rodillas?
Casca.—Hablen por mí mis manos. (Casca hiere á César en el cuello. César le toma por el brazo. Hiérenle entonces otros conspiradores, y por último Marco Bruto.)
César.—¿También tú, Bruto? ¡César, déjate morir! (Muere. Los senadores y el pueblo se retiran en confusión.)
Cinna.—¡Libertad! ¡Libertad! ¡La tiranía ha muerto! Corred, proclamadlo, pregonadlo por las calles.
Casio.—Que vayan algunos á las tribunas populares y griten: «¡Libertad y emancipación!»
Bruto.—Pueblo y senadores, no os asustéis.—No huyáis: estad quedos. La ambición ha pagado su deuda.
Casca.—Id á la tribuna, Bruto.