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Habíase detenido 4 admirarla con su com. pañero.

Los otros se les reunieron.

¡Qué linda fiesta! exclamó. ¿Qué linda fiesta, no es verdad, querida?

—¡St! contestó Ana María, mirando, ra- diante, á su novio. ¡Si vieras cómo me he divertido!

—Todo es elemento aquí, para que así sea; la paturaleza, las mujeres. . .. Pero hay tanta gente que me es desconocida. Conozco sola= mente 4 las personas que se me presentan en los bailes.

—Pregunte, pregunte no más, hija de Eva; satisfaremos su curiosidad, contestóle Má- ximo.

—Sí, instráyame usted un poco.... Empiece por aquel caballero, tipo enérgico de hombre del Norte. Es un escandinavo, él también, co los bigotes de un galo.

—Es Carlos Pellegrini. Usted me ha contado la pasión de su papá por Homero, y quese lo hacía recitar para él; compárelo entonces con Ayax de Telamón: «el más alto de los políti- cos al hombro no le llega». Nadie tan brio- para un ataque, ni tan temible para embrir una retirada.... ¿Ve, ahora, el que está 4 su lado? Usted, madre de tantos hijos, tiene el deber de conocerlo: es el inventor de la Martona.

—¡Ah, sí, de la blanca y benéfica Martona! ¿Cuál de ellos? ¿El delgado pálido, 6 el gran» de y robusto?