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1 STELLA


—Las mujeres no nos engañamos en ciertas cosas; yo sabía que de don Samuel Montana no tenía nada que temer. Recordaba sus ojos cuando me miraba... Un gran asombro se pintó en su fisonomía cuando me vió en su escritorio parada frente 4 él. «¿Qué hay seño- rita Alejandra?» me preguntó. Sólo esta pa- labra me reconfortó: era decirme que se daba cuenta de que algo anormal sucedía para que yo me encontrara allí.

«Señor Montana, le dije mirándolo cara, necesito cinco mil ciento cuarenta y dos pesos. No tengo crédito, ni tengo bienes que hipotecar; usted es banquero, y usted es mi amigo: aquí le entrego mi cuadro de Corot». Me miró 4 la cara, como lo miraba yo, sen- tóse en su escritorio, firmó un cheque, y sonriéndome con una ternura que no le hubie- ra sospechado, me estiró ese cheque con su mano derecha y con la izquierda recibió el cuadro que yo le entregaba. En letra clara marcaba la cifra, cinco mil ciento cuarenta y dos pesos, mi más ni menos, como se lo exigía. Le extendí mi mano que él estrechó entre las suyas. Había tenido la delicadeza y el tacto de no haber pretendido mostrarse geveroso. De pronto, animada por su com- ducta, cesó la lucha que había dentro de mí, y le pedí que salvara á mi tío. Comprendí que iguoraba los manejos de Enrique, pero no que la situación era angustiosa. . . Abrevio, repitió Alex. .. Tocó él su timbre, apareció