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Coreografía criolla. En el ambiente folklórico nada abisma y desconcierta más que la vida espiritual de algunas melismas ambulantes y ciertos versos volanderos destinados a pervivir siglos de siglos en la mente de los humildes. Atravesando continentes, cruzando inmensidades y surcando el océano recorren medio mundo y dejan por doquier una huella indeleble de su paso.

Aún más perceptible es la asombrosa transmisión de ritmos, pasos y figuras coreográficas, señalándose el ambiente americano como un prodigioso caso de absorción de gérmenes y señales de las más recónditas procedencias. Sorteándose en las naciones iberoamericanas o anglosajonas, las más diversas tendencias sobrepuestas llegaron a forjarse, en obra secular, sendos repertorios en cada país; y, de esa cosecha Chile no acaparó ritmos peculiares con figuraciones coreográficas exclusivas, sino mas bien adoptó fugazmente modelos que muy luego desechó. Concediendo identidad a varias fórmulas rítmicas perfeccionó un patron determinado y lo llevó a una cierta perfección, dentro de su complejidad, que lo coloca en el puesto honorífico de las concepciones folklóricas novomundiales.

El impulso inicial arranca de la sede limeña en los mediados del ochocientos. Floreció, allí en las capas sociales intermedias, una verdadera escuela mulata de música y coreografía. Fueron muchas las danzas típicas que los maestros mestizos lanzaron a la circulación y casi todas ellas regidas por el afroamericano ritmo de la zamba, verdadera danza madre de la América mestizada. La gran mayoría de esas concepciones cruzaron las fronteras y hacia Bolivia, Perú, Ecuador, Argentina y Chile se esparcieron en forma da gérmenes que a su vez generaron auténticas especies folklóricas para cada país.

Establecida